Te planteas saltar y, haciendo un esfuerzo sobrehumano para salir de tu zona de confort, lo haces.
Una vez hecho, sonríes satisfecho por el triunfo que supone el paso que acabas de dar pero… No habías pensado qué pasaría después de aquello.
Un vez se ha realizado el cambio que buscabas, te encuentras en una situación realmente vulnerable donde todo en ti, sobre todo esa parte que en cierta forma habías anulado, sale de su escondite y te dice «muy bien, ¿Y ahora qué?».
En ese momento, y en esa simple pregunta, se concentran y vuelven a resurgir, todos esos miedos y dudas que habías enterrado bajo capas y capas de (¿fingida?) seguridad.
Nervios, cansancio, cierta frustración y agobio te hacen pensar recurrentemente para qué te has metido en semejante berenjenal.
Te maldices unas cuantas veces pensando en lo que te queda por aprender, por demostrar y, posiblemente, hasta pasen por tu mente pensamientos del tipo «en el fondo no estaba tan mal antes ¿por qué he querido hacer esto?»…
Para.
Respira y para.
Lo que te pasa es totalmente normal.
Deja a un lado esos pensamientos negativos e intenta recordar qué circunstancias son las que te han llevado allí.
Normalmente, a ciertas edades, uno no toma decisiones drásticas que cambian su vida así porque sí; uno pasa por cosas que le llevan a querer mejorar su calidad de vida (a todos los niveles, o en alguno en concreto), y después de sopesar pros y contras, prepararse mentalmente y asumir el reto, trabaja para conseguir dar ese salto en el que confía para cambiar las cosas.
Para mí es bueno recordar qué te llevó hasta el punto en el que estás, sobre todo porque cuando las dudas hacen su aparición es necesario tener algo a lo que aferrarse, y creo que no hay nada más poderoso que un «por qué».
Ya está, lo has hecho.
¿Te preguntas «y a ahora qué»?
La biblia dice en el libro de Josué: «Esfuérzate y sé valiente».
Yo además digo: recuerda tus porqués y sigue moviendo tus alas, te llevarán donde has soñado.